“El caso es que me afectan las cotidianas tristezas,
la de los supermercados, la del metro y las aceras,
también las que me quedan lejos,
las de los secos desiertos, las de las verdes selvas.
El caso es que me parecen buena gente,
algunos luchadores del ocaso,
que se parten el pecho por ser escuchados,
que morirán en alguna esquina, tiroteados.
Quisiera ser más listo, pasar de largo,
saberme libre de culpa y limpio de pecado,
y ser alma caritativa, María Goretti o santa,
sufrir sólo un poquito, sólo lo que Dios manda.”
Ismael Serrano, Ya quisiera yo.
En todo tiempo existe un instante donde los contrastes hacen invivible cualquier historia, momento en que nos “afectan las cotidianas tristezas”. Desconozco si esto corresponde a una manifestación etarea o social, sólo parece posible afirmar que existen personas más indiferentes que otras, o quizás selectivamente indiferentes. Por ejemplo, cómo podría atender o intentar manifestar mi sentimiento a propósito de los diferentes problemas de las salmoneras, si no me interesan, tanto como la inequidad en temas de acceso a la información. Probablemente esto ocurre a diferentes escalas, donde lo vacuo y dramático coexisten.
Estas sinceras penas se trasladan a planos personales, nos interrogan a propósito de nuestros logros. Nos interrumpen y preguntan por su costo. Quizás es allí cuando comenzamos a expeler nostalgia por nuestra infancia. Nos enfrentamos a los problemas de los hombres, o más bien a las decisiones de los “adultos”. Te das cuenta que nunca creíste que habría un día en que te sumarías al sistema de un modo tan convencional. La “paideia” acabó, es el momento de practicar todo lo aprendido en planos etéreos. Ahora cada uno de los valores se muestran desnudos y a veces deshumanizados, esperando una nueva carga interpretativa.
Se desprende de todo este conflicto interno la necesidad de solucionar algunos problemas. Por lo general partimos a latitudes distantes, aquí aparecen donativos o voluntariados, todos como alternativas para salvar un mundo. El problema se convierte posteriormente en una indiferencia interna, desconocemos que el único modo de sentir por otros es habiendo conocido algún tipo de dolor. Olvidamos que en nuestro entorno y en nosotros mismos también hay crisis severas. Cabe preguntarse por el costo de cada decisión, algunos asumimos cargar con la crisis interna, intentamos superar las cuestiones que afectan a nuestra familia, dentro de lo que cada uno considera posible – y con todas las complicaciones que aquello trae–. A veces dedicamos horas al trabajo comunitario, a una escala barrial, en la comunidad de una villa o edificio. Quizás cada uno debería saber elegir una alternativa que logre sobrellevar bien, y dejar de aspirar a “sufrir sólo un poquito, sólo lo que Dios manda”, aunque sólo eso quisiéramos.